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10 may 2009


El Segundo Gran Mandamiento

Por el élder Sterling W. Sill

La necesidad más grande en la naturaleza humana es la necesidad de Dios. La segunda es la de ser apreciado, amado y ayudado por nuestros semejantes. Por lo tanto, el primer gran mandamiento se refiere, naturalmente, a nuestra relación con Dios, y el segundo gran mandamiento fue dado para cumplir con nuestra necesidad de los demás. El Señor dijo “…amarás a tu prójimo como a ti mismo.” (Mateo 19:19)

Eso es enormemente importante. Implica un interés activo, una comprensión mutua y un servicio devoto, no sólo con el consentimiento mental sino también en la práctica diaria. Esta es una orden bastante grande y necesita mucha atención de nuestra parte.

Jesús indicó la importancia del segundo gran mandamiento y en sus enseñanzas le dio un segundo lugar. Las parábolas del buen samaritano, del hijo pródigo, los obreros de la viña el sembrador, la oveja perdida y muchas otras se refieren a este mandamiento que se ocupa de este gran campo las relaciones humanas.

No solo es segundo en importancia con respecto a nuestras necesidades sino también con respecto al placer que nos proporciona. Muchas de nuestras grandes satisfacciones vienen por causa de los demás. No nos gustaría estar aislados de nuestros semejantes. El sentimiento de estar solo o no ser querido es una de las emociones humanas más devastadoras. La “segunda muerte” es el apartamiento de la presencia de Dios. Le seguiría en severidad el ser apartado de nuestros semejantes.

Las personas que aman a los demás encuentran gran placer en su compañía. A una madre no le gusta estar separada de sus hijos. A los que se aman les gusta estar juntos.

Aquellos que han estado felizmente casados durante muchos años a veces llegan a parecerse.

El Señor dijo que no es bueno que el hombre esté solo. Por lo tanto las familias se unen por tiempo y eternidad.

Pablo dice:”…el amor de Cristo…excede a todo conocimiento…” (Efesios 3:19) Y el Señor ha dicho: “Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado… En esto conocerán todos que sois mis discípulos…” (Juan 13:34-35)

Es una cosa relativamente simple comprender lo que significan estas palabras, pero no es tan simple ponerlas en acción, practicando realmente esta ley fundamental de amor y servicio.

Desde el principio, uno de los problemas más grandes del mundo ha sido que tendemos a separar nuestras obras de nuestra fe, nuestra profesión de nuestra práctica. Es muy fácil consentir mentalmente y luego sentir que en esta forma hemos descargado toda nuestra responsabilidad.

En la epístola de Santiago se hace referencia a lo que alguien llamó ‘cristiandad verbal’. Esta es una de las cosas a las que el Señor se opuso tan vigorosamente con respecto a los sectarios de nuestra época. Practican la cristiandad con los labios, pero sus corazones se hallan en otra parte (ver José Smith Historia 2:19)

Deberíamos examinarnos para ver cuán libres nos hallamos de este problema. Se ha dicho que la mayor blasfemia no es jurar servir sólo con los labios. Tal como el hijo del viñatero, a veces decimos: “Ya voy,” pero no lo hacemos. Es muy fácil dar servicio con los labios para descargar nuestra responsabilidad, orar por la gente y luego olvidarla. Pero el verdadero discípulo de Cristo es el que toma la iniciativa y cumple con la obra. El es un “hacedor” de la palabra, y no tan solo un oidor.

Muchos de nuestros problemas más serios en la Iglesia y en el mundo podrían solucionarse inmediatamente si pudiésemos aprender realmente a ser “hacedores” poniendo en práctica este segundo gran mandamiento.

Esta puede serla parte en que cometemos algunas de nuestras violaciones más serias de la voluntad del Señor. Muchas personas se encuentran inactivas en la Iglesia no porque no crean en su doctrina (consciente o inconscientemente) por causa de alguna ofensa real o imaginaria o porque han sentido que no se les aprecia o se les quiere.

Todos necesitamos ser parte, ser incluidos. Cualquier cosa adquiere mayor importancia cuando sabemos que ella nos incluye a nosotros. Miremos cualquier fotografía de un grupo y veamos cuál es la persona que encontramos primero.

Sería maravilloso si siempre pudiésemos demostrar igual interés por nuestro “prójimo,” especialmente por aquel que está en peligro de perder sus bendiciones por causa de la inactividad en las cosas espirituales.

Podemos mejorar el número de asistentes a la Iglesia siendo más amistosos. Usualmente no vamos a donde no somos invitados o donde nos sentimos extraños o indeseados, mientras que nada podría alejarnos de la Iglesia si realmente nos sintiésemos necesarios y deseados, y si comprendiésemos la importancia de la obra del Señor.

La próxima vez que vayamos a la Iglesia y pasemos un rato muy bueno, tratemos de determinar qué fue lo que hizo que la ocasión resultase tan placentera.

Puede haber sido algo que dijo el orador o porque nos gustó la música o porque nos sentimos elevados por nuestro propio sentimiento de devoción y adoración; pero es casi seguro que fue también porque algunos buenos amigos nos dieron el agradable sentimiento de nuestra propia importancia.

Hay personas que cuando van a la Iglesia no sienten calor y amistad, y entonces se alejan de ella. Puede que en parte sea culpa de ellas mismas, pero eso no altera el resultado.

La gente ni siquiera irá a una casa de negocios en la que no se lo trate cordialmente. Una atmósfera cálida y amistosa y una personalidad interesada en servir a los clientes son las cosas que más atraen en los negocios.
Jesús también puso esta cualidad amistosa como segunda en importancia en la gran empresa que Él llamó “los negocios de mi Padre”.

Es nuestra responsabilidad hacer entrar en acción en nuestras vidas y en las de los demás esta cualidad de amor y amistad; es decir, necesitamos más práctica de este segundo gran mandamiento, no solo en nuestros corazones y mentes sino también en nuestra conducta diaria.

La gente necesita una evidencia más comprensible de nuestro interés y deseo de ayudar. Se ha dicho que a veces la única Biblia que la gente lee es la Biblia de nuestras vidas. Podemos pensar que la gente debería ir a la Iglesia por causa de su amor a Dios, pero algunas personas pueden ser traídas más rápidamente a Dios por nuestro amor y ejemplo. Nosotros debemos tomar la iniciativa.

Una de las influencias que más perjudican la personalidad y el progreso humano es la inercia, esa cualidad que el diccionario describe como flojedad, inacción. Tenemos una tendencia a “dejarnos estar”. Necesitamos que alguien nos anime para hacer las otras cosas valiosas de la vida, incluyendo el logro de nuestra propia salvación.

Ciertamente, necesitamos ayuda y ánimo en el segundo gran mandamiento, porque si alguien no interviene por nuestro bien podemos perder nuestras bendiciones.

El poder más grande del mundo para hacer surgir la bondad de la gente es el poder del amor. Un interés sincero y un deseo amable de servir a nuestros semejantes pueden vencer cualquier obstáculo.

Napoleón dijo que la providencia estaba del lado del ejército que poseía los regimientos más fuertes.

Pero en la obra de las relaciones humanas en la obra de la Iglesia, el éxito se encuentra con aquellos que tienen en sus corazones el amor más fuerte y la mayor energía en su equipo locomotor para hacer sentir ese amor.

Si amásemos realmente a nuestros semejantes como nos amamos a nosotros mismos, muchos millones más de hijos de nuestro Padre entrarían en el reino celestial.

Nosotros conocemos la tremenda importancia de la actividad en la Iglesia, incluyendo el estudio de la doctrina, tener el verdadero espíritu, pensar los pensamientos justos y vivir la vida digna. Y una de las mejores formas de afirmar las bendiciones del Señor sobre nuestros semejantes es poner en acción el segundo gran mandamiento.

He aquí algunas cosas que podemos hacer:
1) Extender a la gente con quien trabajamos una invitación personal y amable a ser activa en la Iglesia, haciendo eso en forma tal que no pueda menos que sentir nuestro interés en él. Ningún anuncio general, escrito o hablado, puede satisfacer esta necesidad de reconocimiento personal.

No hay absolutamente ningún sustituto de la personalidad humana en la expresión efectiva. Aun el procedimiento de extender una invitación puede resultar una experiencia emocionante en la satisfacción de esta necesidad humana.

2) Esta invitación a la actividad debe ser extendida frecuentemente. Muy pocas veces puede lograrse mucho bien con una sola tentativa. Un maestro trata a sus alumnos muchas veces. Todo, incluyendo el amor y el entusiasmo por el evangelio, nace pequeño y su crecimiento es un proceso gradual.

3) Cuando los invitados aceptan nuestra invitación a ser activos y asistir a la Iglesia, debemos estar preparados para darles algo digno, incluyendo un sentimiento de pertenencia. Si invitamos a alguien a nuestro hogar y luego lo ignoramos, probablemente nos resultará muy difícil hacerlo volver. Pero algunos que han sido invitados a la Iglesia han sentido que eran tratados cordialmente. A veces les hemos ofrecido pan y les hemos dado una piedra.

Emerson dijo una vez: “Hay mucha más bondad de la que alguna vez se expresa. Toda la familia humana está bañada de un elemento de amor como un fino éter. Cuántas personas conocemos a quienes apenas hablamos, y sin embargo las honramos y ellas nos honran a nosotros. Cuántas personas encontramos en la calle o nos sentamos junto a ellas en la Iglesia y, en silencio, nos regocijamos por estar con ellas.”

Esta expresión no debe ser demasiado silenciosa. Uno de nuestros objetivos principales en la obra del Señor es hacer felices a los demás. George Bernard Shaw dijo que no tenemos un derecho mayor a consumir felicidad sin producirla que el que tenemos a consumir riqueza sin producirla.

Sidney Smith dijo que amar y ser amado constituye la mayor felicidad de la existencia. Y, ciertamente, la gente debería sentir esa felicidad en la obra del Señor y en la adoración del mismo, sintiendo no sólo amor que sube y baja entre Dios y el hombre sino también el amor que sale y es devuelto, entre un hombre y el otro. El amor, como la misericordia de Shakespeare, bendice al que lo da y al que lo toma y es uno de los poderes más grandes para lograr el bien en nuestras vidas.

Artículo publicado en la Liahona de marzo de 1958
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