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11 sept 2009


Para que Él escriba en nuestro corazón
Por el PRESIDENTE HENRY B. EYRING
Primer Consejero de la Primera Presidencia

Los padres deben enseñar a sus hijos a Orar. El niño aprende de sus padres, tanto de la que hacen como de la que dicen. El hijo que vea a su madre o a su padre pasar por las tribulaciones de la vida Orando a Dios fervientemente y que después oiga su sincero testimonio de que El contestó con bondad, recordara lo que vio y oyó. Y cuando le sobrevengan las pruebas, estará preparado.

Con el paso del tiempo, cuando los hijos están lejos del hogar y de la familia, la Oración les proporciona el escudo de protección que los padres tanto desean que tengan. La separación puede ser muy difícil, particularmente cuando ambas partes saben que quizás no vuelvan a verse durante largo tiempo. A mí me paso eso con mi padre. Nos despedimos en una esquina de la ciudad de Nueva York, adonde él había ido por su tra­bajo; yo me encontraba allí en camino a otro lugar y ambos sabíamos que probablemente nunca volvería a vivir con mis padres bajo el mismo techo.

Era un día soleado, alrededor del medio­día, y las calles estaban llenas de autos y pea­tones. En aquella esquina había un semáforo que detenía a los autos de todos lados du­rante unos minutos. La luz se puso roja y los vehículos pararon; la multitud de peatones se apresuró desde las aceras moviéndose en todas direcciones, incluso diagonalmente, para cruzar las calles.

Había llegado el momento de separarnos y comencé a cruzar la calle; a mitad de camino, con la gente dándose prisa a mi alrededor, me detuve y mire hacia atrás. En lugar de seguir avanzando entre la multitud, mi padre se encontraba todavía de pié en la esquina, contemplándome; me pareció que tenía aspecto solitario y un poco triste. Sentí el deseo de volver a su lado, pero me di cuenta de que la luz iba a cambiar y me apresure a cruzar.

Años más tarde hablamos de aquel momento y me dijo que había interpretado mal su expresión; me aseguró que no era de tristeza sino de preocupación; me había visto cuando me di vuelta a mirarlo, como si hubiera sido un muchachito lleno de incertidumbre y en busca de confianza. Me dijo entonces que los pensamientos que le habían cruzado por la mente eran: “¿Estará bien? ¿Le he enseñado la suficiente? ¿Estará preparado para la que sea que le espere en la vida?”

Pero su solicitud iba más allá de sus pensamientos. Por haberlo observado, sabia los sentimientos que tenía en el corazón; anhelaba que yo estuviera protegido, a salvo.

Durante todos los años en que habla vivido con mis padres, había escuchado y sentido ese anhelo en sus oraciónes, y aun más en las de mi madre. Eso me había enseñado algo importante, y la tenía presente.

Un asunto del corazón

La oración es un asunto del corazón. Se me había enseñado mucho más que las reglas de la oración; había aprendido de mis padres y de las enseñanzas del Salvador que al orar debemos dirigirnos a nuestro Padre Celestial con lenguaje reverente: “Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre… ” (Mateo ó:9). Sabía que nunca debemos profa­nar Su santo nombre. Nunca. ¿Se imaginan el daño que hace a las oraciónes de un niño el oír a uno de sus padres profanar el nombre de Dios? Por agraviar así a los pequeños, habrá terribles consecuencias.

Había aprendido que es importan­te dar gracias por las bendiciones y pedir perdón. “y perdónanos nues­tras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores” (Mateo ó: 12). Me habían enseñado que pedimos lo que necesitemos y que oramos por los demás para que reciban bendiciones. “El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy” (Mateo ó: 11). Sabía que debemos someter nuestra voluntad. ”Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra” (Mateo 6:10). Me habían enseñado, y la confirme, que se nos advierte del peligro y que desde nuestros años tempranos se nos indica cuando hacemos algo que desa­grada a Dios. “y no nos metas en tentación, mas líbranos del mal” (Mateo 6:13).

Había aprendido que siempre debemos orar en el nombre de Jesucristo; pero algo que vi y que me enseño que esas palabras iban mas allá de una mera formalidad. En una pared del cuarto donde mi madre estuvo postra­da en cama años antes de morir, había una imagen del Salvador que ella había colgado debido a un comentario de su primo, el élder Samuel O. Bennion, de los Setenta (1874-1945). Una vez que el viajó con un apóstol, este le describió como había visto al Salvador en una visión. El élder Bennion le regalo aquella imagen diciéndole que era la mejor representación que había visto en toda su vida de la fuerza de carácter del Maestro, por lo que ella la puso en un marco y la colgó en la pared, donde pudiera verla desde la cama.

Mi madre conocía al Salvador y lo amaba. Con ella aprendí que, cuando nos acercamos al Padre en oración, no concluimos en nombre de un extraño. Por lo que había observado, sabía que su corazón estaba cerca del Salvador debido a los años en que con determinación y constancia se había esforzado por servirlo y complacerle. Sabia también que es verdad lo que nos advierte este pasaje de las Escrituras: “Porque ~como conoce un hombre al amo a quien no ha servido, que es un extraño para él, y se halla lejos de los pensamientos y de las intenciones de su corazón?” (Mosiah 5: 13).

La oración no debe ser trivial

Ahora, años después de haberse ido mis padres, las palabras “en el nombre de Jesucristo” no me suenan triviales ni cuando las digo ni cuando las oigo de boca de otras personas. Para conocer el corazón del Maestro, debemos servirlo. Además, debemos orar pidiendo al Padre Celestial que conteste nuestras oraciónes tanto en nuestro corazón como en nuestra mente (véase Jeremías 31:33; 2 Corintios 3:3; Hebreos 8:10; 10:16).

El presidente George Q. Cannon (1827-1901), que fue consejero de la Primera Presidencia, describió la bendición de que las personas se reúnan después de haber orado para recibir esas respuestas. Hablaba de la asistencia a una reunión del sacerdocio, pero muchos de ustedes habrán preparado su corazón en la forma en que ello describe con estas palabras:

“Debo entrar en esa reunión con la mente libre en absoluto de toda influencia que pueda impedir que el Espíritu de Dios obre en mí. Debo ir con espíritu de oración, pidiendo a Dios que escriba en mi corazón Su voluntad, no con mi propia voluntad ya predispuesta y determinada a llevar a cabo mis deseos…, sean cuales sean los puntos de vista de los demás. Si fuera con ese espíritu, y todos los otros también lo hicieran, entonces el Espíritu de Dios estaría en medio de nosotros y lo que decidiéramos sería la voluntad de Dios, porque El nos la revelaría. Veríamos luz en la dirección en que deberíamos ir y veríamos tinieblas en la dirección contraria”

La meta que tenemos al enseñar a nues­tros hijos a orar es que ellos sientan el deseo de que Dios escriba en su corazón y estén dispuestos a ir y hacer lo que El les pida. Co­mo resultado de lo que ellos nos vean hacer y de lo que les enseñemos, es posible que tengan bastante fe como para sentir, aunque sea en parte, lo que el Salvador sintió cuando oro a fin de tener fortaleza para llevar a cabo Su sacrificio infinito por nosotros: “Yendo un poco adelante, se postro sobre su rostro, orando y diciendo: Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tu” (Mateo 2ó:39).

Yo he recibido respuesta a mis oraciónes. Esas respuestas fueron más claras cuando lo que quería quedó supeditado a una irresis­tible necesidad de saber la que Dios quería para mí. Es entonces que la voz apacible y delicada comunica a la mente la respuesta de nuestro amoroso Padre Celestial y la escribe en el corazón.

Como se aprende a buscar Su voluntad

Habrá padres que pregunten: “¿Pero cómo puedo ablandar el corazón de mi hijo que ya ha crecido y está convencido de que no ne­cesita a Dios? ¿Cómo le ablando el corazón lo bastante para que deje que Dios escriba en él Su voluntad?”

A veces, una tragedia ablanda el corazón de una persona. Pero para algunas, ni siquiera una tragedia es suficiente. No obstante, existe un elemento que ni aun la persona endurecida y orgullosa podrá creer que es capaz de satisfacer por sí misma: No le es posible desprenderse sola del peso del pecado; e incluso los más endurecidos quizás sientan de vez en cuando el aguijón de la conciencia y, por la tanto, la necesidad de recibir perdón de Dios. Alma, un padre amoroso, Le enseño eso a su hijo Corianton de esta manera: “Ahora bien, no se podría realizar el plan de la misericordia salvo que se efectuase una expiación; por tanto, Dios mismo expía los pecados del mundo, para rea­lizar el plan de la misericordia, para apaciguar las deman­das de la justicia, para que Dios sea un Dios perfecto, justo y misericordioso también” (Alma 42:15),

A continuación, después de expresar testimonio del Salvador y de Su expiación, el padre hizo a su hijo esta suplica para que ablandara el corazón: “¡Oh hijo mío, quisiera que no negaras más la justicia de Dios! No trates de excusarte en lo más mínimo a causa de tus pecados, negando la justicia de Dios. Deja, mas bien, que la justicia de Dios, y su misericordia y su longanimidad dominen por completo tu corazón; y permite que esto te humille hasta el polvo” (Alma 42:30).

Alma sabía algo que nosotros sabemos: que el testimo­nio de Jesucristo y de El crucificado le ofrecía la mayor po­sibilidad de influir en su hijo para que sintiera la necesidad de la ayuda que solo Dios podía darle. Y aquellos cuyo corazón se haya ablandado por ese deseo avasallador de ser limpios recibirán respuesta a sus oración es.