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30 sept 2009


Mis pecados prevalecen sobre mí...
Por el élder Stterling W. Sill.

El tercer versículo del Salmo 65 dice: “Las iniquidades prevalecen contra mí”.

Hace algunos años Harry Emerson Fosdick escribió un artículo con el título de “Obediencia”, en el cual llamó la atención a poder destructor que el pecado ejerce en las vidas de la gente. Luego de citar el versículo anterior, indicó algunas de las fuentes de donde proviene la potencia del pecado.

El problema principal del género humano es el pecado. Es el obstáculo que estorba el camino de casi todo éxito y felicidad humanos. Por consiguiente, considerándolo desde el punto de vista que sea, incluso el de nuestra propia experiencia, merece nuestra consideración más seria.



El pecado es una palabra antiquísima. Para muchas personas es algo sumamente desgastado que carece de la mayor parte de su dentadura. Hay algunos que lo dejan pasar completamente inadvertido. Para otros, se ha puesto de moda negar del todo la existencia del pecado. Sin embargo, el pecado no acompaña su nombre al destierro; ni deja de existir porque se hace caso omiso de él. Los que cierran sus ojos para no reconocer su existencia probablemente llegan a ser menos competentes para encararse son él, que aquellos que reconocen el problema y continúan combatiendo sus causas. Tenemos toda razón para temer nuestros pecados, porque tienen gran potestad sobre nosotros y en su triunfo podemos ver la ruina de cada una de nuestras esperanzas.


El problema más grande de nuestras vidas y la responsabilidad mayor de los directores, es la eliminación del pecado. Nuestro cuidado principal y el sitio donde debía empezar nuestro ataque estriban en nosotros mismos.

Para nuestro beneficio, pues, debemos buscar la fuente de la potencia de nuestros pecados, porque en la victoria sobre el pecado hallamos nuestra única esperanza de una felicidad permanente.


Según las palabras de las Escrituras:

1.- “Mis pecados prevalecen sobre mí” por motivo de su fuerza para ligar.

Si se le da rienda suelta, el pecado tiene la facultad para convertirse en hábito, del cual es difícil soltarse. El hábito es de mayor importancia en la determinación de nuestro destino que casi cualquier otra influencia. A fin de que aprendamos a respetar la fuerza de un hábito, procuremos en alguna ocasión dejar uno de ellos, aun de los más pequeños.

Como ilustración de la potencia de un hábito o pecado para aferrarse, se dice que uno de los pueblos antiguos tenía una forma singular de castigar el crimen. Si uno cometía asesinato, su castigo consistía en ser encadenado con el cuerpo de su víctima. Dondequiera que fuese, de allí en adelante, tenía que arrastrar el cuerpo putrefacto de su delito.No había posibilidad de que se libertara de los resultados de su maldad.

Si decidía matar de nuevo, se le agregaba otro cuerpo muerto a su carga opresiva, el cual también tenía que arrastrar consigo a todo lugar que fuese, de allí en adelante. Por terrible que nos parezca este castigo, la vida tiene un plan de retribución muy semejante.

En cierto respecto siempre nos hallamos encadenados con nuestros pecados. Parece haber un gran poder de retribución que constantemente vigila en todo el mundo a fin de cuidar que ningún pecado quede sin castigo.

El castigo del que desobedece la ley de la templanza es una sed exigente y destructiva que lo impele cada vez más por el camino de la desesperación.

Todos han visto los lamentables esfuerzos de un pobre alcohólico que trata de librarse del monstruo que se ha asido a él. El castigo del que no estudia consiste en ser encadenado con la ignorancia, y dondequiera que va, de allí en adelante, debe arrastrar su ignorancia consigo. Mientras se halle entre sus garras, no puede encontrar alivio ni aun por un instante, y no puede haber salvación en la ignorancia. Hemos visto vidas patéticas, abrumadas por su pesada carga de ignorancia, arrastrando por la vida este desagradable yugo destructivo.

El castigo del que practica la inmoralidad es que el pecado encarna en su alma y lo deja cicatrizado y desfigurado con su asquerosa presencia. La misma cosa sucede con la falta de honradez, con la pereza, con la disposición incorrecta de ánimo y pensamientos negativos. Probablemente el apóstol Pablo se estaba refiriendo a esta costumbre antigua de ser encadenados con el cuerpo cuando exclamó: “¡Miserable de mí!¿quién me librará de este cuerpo de muerte?” (Romanos 7:24)

El que comete el pecado es semejante al que salta por la ventana desde un piso alto. Si el acto consistiera solamente en saltar, su problema se resolvería fácilmente; más cuando ha saltado por la ventana y empieza a funcionar la ley de gravedad, se encuentra luchando con una fuerzo sobre la cual no tiene ningún dominio. Fue el amo absoluto de su primer acto, pero no del poder de la gravedad que inmediatamente siguió.

Muchas personas alegremente juegan con el pecado, suponiendo que los actos separados que pueden cometer, constituyen su problema total. Pero los pensamientos se desarrollan en hechos; los hechos se tornan en hábitos; los hábitos maduran en carácter y el carácter determina nuestro destino.

Es cierto que cometemos los pecados separadamente, pero nuestro eterno destino tendrá que encararse con el “poder cautivador” del pecado.

2.- Mis pecados prevalecen sobre mí” por motivo de su poder para cegar.

Nunca uno ve su propio pecado debidamente. Ninguno puede calcular correctamente las consecuencias de sus propias maldades. Cuando empieza, el pecado siempre viene disfrazado. Al principio se hace llamar por cualquier otro nombre, por ejemplo, la libertad; pero todo aquel que ha aceptado esta oferta de libertad del pecado, pronto descubre que ha sido engañado. Uno empieza siendo libre para hacer lo malo, libre para satisfacer sus gustos más bajos; pero termina incapacitado para cesar aquello. Habiendo empezado, se halla esclavizado, atado por las cosas que al principio tenía la libertad de hacer.

El Dr. Fosdick dice: “Se hallaba en libertad para jugar con un pulpo; pero ahora que se encuentra envuelto por sus largos brazos y sujetado por sus ventosas, ha perdido la libertad para apartarse.”

La potencia del pecado para cegar, ofusca la visión. Los ojos que en esta forma han sido pervertidos, difícilmente puedan volver a ser enfocados para ver clara o rectamente. Es casi imposible admitir que nuestros propios hechos sean tan negros como cuando el mismo hecho es cometido por un reo.

Una de las cosas más difíciles que la gente tiene que aprender a decir es: “He pecado”.

Solemos considerar nuestros propios pecados como “experiencia”. Los llamamos “mala conducta” o “errores”. En esta forma cegamos nuestros propios ojos e impedimos que nos demos cuenta de la enfermedad interna que constantemente crece cada vez más, hasta que nos destruye.

El pecado siempre nos coloca en posición tal que nuestras ofensas quedan ocultas de nuestra vista. Se vale da tantos alias y disfraces, que uno raras veces se reconoce a sí mismo como el reo. Más imposible aún es imaginar que al fin uno mismo se perderá.

El pecado, en los barrios pobres, nos parece terrible; se tambalea y blasfema y se entrega a vicios nefandos.

Sin embargo, mudémoslo a una vecindad más respetable, vistámoslo con buen gusto y elegancia, y lo veremos danzar delante de nosotros como Salomé en presencia de su tío, con una fascinación tan irresistible que nuestra felicidad parece depender de ello. Pero la atracción es sólo para incitar nuestra expectación. Una vez que somos vencidos, el pecado cambia rápidamente de ropa y altera su porte. De expectación pasa a la memoria por medio de la comisión, y nunca más volverá a tener la misma hermosura. Entonces lo encerramos en la memoria, como en el cuarto oculto del palacio de Barba Azul, donde se guardaban las cosas muertas.

Cuando pensamos en el pecado que se halla en nuestra memoria nos estremecemos, y sin embargo, nuestros recuerdos continuamente están volviendo a él.


“Se hallaba en libertad para jugar con un pulpo; pero ahora que se encuentra envuelto por sus largos brazos y sujetado por sus ventosas, ha perdido la libertad para apartarse"

3.- “Mis pecados prevalecen sobre mí” porque son más contagiosos que una enfermedad.

Cuando queremos a la gente, como queremos a nuestra familia y amigos, ponemos en sus manos una influencia casi irresistible sobre nosotros. Correspondemos a sus palabras y emociones con velocidad telegráfica. Lo que a ellos les sucede tiende a sucedernos a nosotros. Lo que ellos piensan y sienten, nosotros contagiosamente recibimos. Cuando se trata de sus opiniones y prácticas, nos tornamos sensibles e impresionables en extremo. En casi todos los hechos de nuestra vida, meramente estamos siguiendo a otra persona. Cuando Satanás se rebeló en los cielos, la tercera parte de todas las huestes celestiales lo siguieron. El pecado hace que los hombres sean iguales a Satanás. Nadie va por el ancho camino del pecado a solas. Cada cual marcha a la cabeza de alguna especia de caravana. Cuando uno se convierte en pecador, inmediatamente empieza a seducir a sus semejantes. Ninguno de los que usa narcóticos o profanan el nombre de Dios o quebrantan el día de reposo, está conforme hasta que ha convertido a su compañero a sus vicios.

El pecado más grande del hombre no es el de ser víctima, sino en buscarlas. Se convierte en Satanás para otros.

4.- “Mis pecados prevalecen sobre mí” por motivo de su potencia para empedernir.

El pecado hace insensible el alma; aparta los pensamientos de Dios. El corazón endurecido carece de la tierra en la cual puede brotar la semilla de la fe y la justicia. Uno de los rasgos que tornan la salvación en cosa difícil de lograr, es un corazón duro. El Salmista cantó: “No endurezcáis vuestro corazón.” (Salmos 95:8)

El apóstol Pablo repitió la misma amonestación; “No endurezcáis vuestros corazones.” (Hebreos 3:8)

Convendría que también nosotros levantásemos la voz para desterrar el pecado y de esta manera librarnos de su potencia para endurecer.


5.- “Mis pecados prevalecen sobre mí” porque traen sobre otras personas las consecuencias irremediables de la maldad.

Ningún hombre ha podido edificar jamás un muro de suficiente altura para contener las consecuencias del pecado. Los pecados de los padres tienen implicancia sobre los hijos. Las maldades de los hijos también afectan a sus padres y sus compañeros.

Cada pecado desova otros pecados, como los peces del mar. Una vez desatado el pecado, ya no puede sujetarse; surte sus efectos en todos nosotros; no podemos alcanzarlo; no podemos reparar el daño. El gobernador podrá perdonar a un asesino, pero no puede restaurar una vida. Dios puede perdonarnos nuestros pecados, pero ¿cómo puede perdonar sus consecuencias, o cómo puede perdonarnos nuestra ignorancia, nuestra desidia, la influencia que ejercemos en las vidas de los demás?


6.– “Mis pecados prevalecen sobre mí” por motivo de su potencia para multiplicarse.

Cada pecado desova otros pecados, como los peces del mar. Una mentira necesita otra mentira para sostenerse. Un hombre puede conducir a una familia o nación a la ruina y la destrucción. Lamán y Lemuel destruyeron una civilización porque tenían en su carácter las semillas del pecado y la muerte, las cuales pronto se multiplicaron en número suficiente para matar un continente entero.

7.- “Mis pecados prevalecen sobre mí” porque inculcan en mí una sensación de culpabilidad que no puede borrarse.

El pecado tiene la facultad para grabarse en la memoria y encarnar en el alma, de donde no es fácil desalojarlo. El pecado permanece en nuestros corazones para afear y enfermar nuestras vidas.

Debemos podar los retoños del pecado y alentar el desarrollo de la santidad y la comunicación con Dios, como el principio que encauza nuestras vidas.

Cuando suenan las campanas de las boyas flotantes en el océano solitario, ninguna mano humana las hace repicar. La desolación de un océano inhabitado las rodea por todos lados. El mar, a causa de su propia inquietud, tañe sus propias campanas. En igual manera, el remordimiento y la culpabilidad repican en el corazón de los condenados, y ninguna mano humana puede hacerlos callar, por los siglos de los siglos. Así es como se manifestará ese “tormento sin fin cuyas llamas ascienden para siempre jamás”, a menos que haya un arrepentimiento sincero.

Debemos quebrantar la potencia del pecado en nuestras vidas, tanto por la reforma, como por la eliminación. El mejor de estos métodos es la eliminación. La cosa más deseable no es la bienvenida del pródigo. Es mucho mejor que la persona conserve limpio su carácter obedeciendo la ley más alta que conoce, a fin de que nunca tenga la difícil y acerba lucha de intentar regenerarse. Debemos podar los retoños del pecado y alentar el desarrollo de la santidad y la comunicación con Dios, como el principio que encauza nuestras vidas.
Entonces podremos desarrollar nuestra potencia y llegar a ser más poderosos que las fuerzas del pecado cuyo propósito es vencernos.

Artículo publicado en la Liahona de mayo de 1961