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4 may 2009


Primer llamamiento,
el desafío de todos


Por Karina Michalek de Salvioli

Cuando conocemos el evangelio nos maravillamos al ver como las personas se enseñan unas a otras. Tenemos la leve sospecha que tanto discursantes como maestros tienen una formación académica por detrás.

Pero al poco tiempo de bautizarnos el misterio se devela: salvo honrosas excepciones nadie es maestro de profesión. Entonces deducimos que los muchos años como miembros de la iglesia permiten a las personas aprender los principios del evangelio lo suficientemente bien como para sentirse capaces de enseñar.

Aceptamos gustosos convertirnos en Maestros Orientadores o Maestras Visitantes, porque en cierta forma nos recuerda a los misioneros que nos predicaron. Aunque el temor y los nervios nos traben el habla, estamos dando los primeros pasos en la enseñanza.

Pero toda nuestra teoría se desvanece cuando el obispo nos llama para tener una entrevista.

Sin tener idea del por qué de dicha entrevista, entramos al obispado con una gran sonrisa que va diluyéndose lentamente cuando escuchamos: “...hemos sentido, luego de orar, que el Señor desea que usted sirva en Su reino como maestro de la clase de..."....


Ahí se nos para la respiración, lo que provoca que en nuestra mente se agolpen todo tipo de pensamientos:

* ¿Yo, un maestro? Pero si en los exámenes orales bajaba como 5 kilos de tanto sudar por los nervios!!

* ¡Cómo voy a darle una clase al hermano Tal si él tiene años en la Iglesia! ¿qué le puedo enseñar?

* ¿Maestra de niños?¡Pero si me alegro más cuando los nietos se van que cuando llegan de visita!

* Pero... el Señor pensó en mí... ¡es maravilloso!

* ¿Cómo funciona la inspiración?

* ¿A qué se refiere el obispo con “el Espíritu le guiará”?

* ¿Será verdad que recibiré revelación personal para saber cómo enseñar?

Salimos del obispado diciendo gracias sin estar muy seguros de por qué estamos agradecidos y aferrándonos al manual cual tabla de salvación. Esa primera semana leemos todo el material recibido. Oramos pidiendo claridad mental. Nos dedicamos a “escudriñar” las escrituras. Y cuando creemos que aplacamos nuestra ansiedad, pensamos: “¿y si cuando hacen el sostenimiento alguien levanta la mano en contra?"

Pero eso no sucede. Al finalizar la reunión muchos se nos acercan para felicitarnos.

Todos, sin excepción, nos cuentan de sus nervios al recibir su primer llamamiento, pero con emoción comparten cómo les sirvió para fortalecer sus testimonios. Nos dan palabras de aliento y comprendemos que no seremos los únicos.

Cuando nos apartan, emocionados escuchamos y guardamos esas palabras en nuestro corazón.

A veces sucede que el líder presidente de la organización nos dedica el tiempo suficiente para explicarnos la dinámica del llamamiento. Y si eso no sucede tomamos valor y pedimos ayuda al que tenga cara de buen amigo.

Llega el gran día y sólo pensamos en que lo mejor que podría pasarnos es intoxicarnos con el desayuno; que el colectivo que nos lleva a la capilla equivoque el camino; que un tornado nos arrebate de la tierra; o que venga algún jinete del Apocalipsis y nos invite a cabalgar con él.

Con una oración en nuestras mentes enfrentamos el desafío, sin saber que muchos también orarán con y por nosotros.

Con el tiempo, apenas guardamos recuerdo de nuestra primera clase. Es muy probable que no recordemos qué enseñamos ni quienes estaban presentes. Al desarrollar el don que nos fue conferido al ser apartados, empezamos a coleccionar experiencias que corroboran la escritura de Doctrina y Convenios 50:22: ”el que la predica y el que la recibe se comprenden el uno al otro, y ambos son edificados y se regocijan juntamente”.

Las “tormentas” que puedan hacernos naufragar en medio de una clase se convierten en experiencias que nos permiten “entregarnos en los brazos de Señor” para salir a flote.

Vemos en otros a “rescatistas” que saben por experiencia propia y nos tienden una mano.
Descubrimos que las alabanzas de los hombres no son nada cuando escuchamos que la clase fue la respuesta a la oración de alguien. O cuando un niño lamentó nuestra ausencia y nos entrega un papel arrugado y pegoteado con caramelo en donde nos vemos reflejados con una enorme cabeza llena de rulos que ocupan toda la hoja y una sonrisa de oreja a oreja (que también dibujó con aros gigantes).

Empezamos a disfrutar de los frutos del Espíritu al ver a un hombre que viene solo a la capilla, derramar lágrimas en medio de una cita, y que sólo puede decirnos “gracias”, comprendiendo lo que es la comunicación espiritual.

Cuando vemos el ejemplo del Salvador sentimos más humildad al ver que Él desea que lo sigamos. Él es nuestra mejor ayuda para saber qué hacer. Sus métodos de enseñanza reflejan un amor sincero por todos sus “alumnos”. Y nosotros también somos uno de ellos, por lo tanto pedir guía divina para cumplir con nuestra responsabilidad pasa a ser el mejor método para preparar una clase.

Pasará el tiempo y seremos nosotros quienes alentemos a los conversos en su primer llamamiento. Es la mejor manera de agradecerle al Padre las bendiciones que tuvimos por ser fieles y vencer nuestros temores.

Nuestro primer llamamiento se convertirá en una fuente de anécdotas que realmente fortalecerán nuestra fe.

Estaremos así llenando un poco más nuestro traje de discípulos de Cristo al seguir su ejemplo ayudando y acompañando a aquel que recibe su primera asignación en la Iglesia.