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17 ago 2009


Cayendo en la trampa
Por el élder Sterling W. Sill

Artículo publicado en la Liahona de octubre de 1959

La primera guerra mundial fue fructífera en lo que respecta a la invención de métodos nuevos y más eficaces para destruir al enemigo; y particularmente las innumerables maneras en que se emplearon los explosivos para causar la muerte. Se arrojaron bombas desde el aire, se emplearon como barrenos para ocultarse en la tierra; fueron arrojadas como granadas de mano. Se depositaron debajo de la superficie del mar para causar la destrucción repentina de la nave que chocara contra ellas. En la tierra, ocasionalmente se minaba debajo de las trincheras del enemigo para poder destruir a los hombres e instalaciones desde abajo. A veces, en un lugar donde se sospechaba un avance, se colocaban numerosos barrenos, escondidos en la tierra. Llegado el momento del ataque, el otro partido retrocedía hasta que el enemigo se encontrara en la posición más vulnerable del terreno minado; entonces se hacían estallar los barrenos y los soldados enemigos eran despedazados.



Uno de los más diabólicos instrumentos fue un aparato al cual los soldados norteamericanos dieron el nombre de booby trap, que literalmente significa “trampa de bobos”. Se trataba de una máquina explosiva que tenía por objeto engañar a los soldados para que inadvertidamente se destruyesen a sí mismos. El diccionario dice que un “bobo” es una persona de muy corto entendimiento; necio, tonto. El nombre de este artificio infernal da entender este instrumento mortífero tenía los mejores resultados con aquellos soldados poco precavidos que solían cometer alguna tontería.

Estas trampas usualmente tienen una pequeña bomba oculta, colocada de tal manera que la hace detonar la misma víctima con algún movimiento brusco. Es decir, se incita a la víctima a que levante algún objeto, al parecer inofensivo, al cual se ha fijado un detonador. A veces el enemigo retrocedía intencionalmente abandonando territorio, trincheras, cuarteles, etc., donde previamente se habían dispuesto estas trampas.

Cuando el ejército que venía avanzando ocupaba estas posiciones recién abandonadas y los soldados empezaban a tocar o levantar artículos, o pisar donde no debían, las bombas ocultas estallaban, matando a unos e hiriendo a otros, destrozándoles brazos, piernas y caras. Con esto no sólo se lograba matar a los soldados enemigos, sino que era tan grande el número de los que resultaban gravemente heridos, que llegaban a ser una pérdida más seria que aquellos que morían en el acto. De este modo se contenía el avance del ejército entero.

Sin embargo, el uso de esta clase de trampas no se limita a las guerras entre las naciones. Esos mismos “cazabobos”, de una clase u otra, han estado destrozando a la gente, retardando su progreso o destruyendo su felicidad y eficacia como directores desde el principio del mundo. Por ejemplo, se ha dicho que el pecado es el “cazabobo” del diablo.

El diablo se deleita en cazar a los bobos, y es sumamente astuto cuando se trata de ocultar aparatos mortíferos destructivos debajo de señuelos atractivamente dispuestos. Su especialidad es derrumbar la fe, echar por tierra la moralidad y estorbar la industria y entusiasmo productivos. Es particularmente diestro en llenar de barrenos el terreno sobre el cual estamos a punto de avanzar. Nos induce a que levantemos un poco de desánimo, falta de honradez, pensamientos negativos y dos o tres hábitos malos. Entonces, tarde o temprano, tocamos el detonador y la explosión resultante destruye el fundamento mismo de nuestro éxito.

Al diablo nunca le faltan estas trampas. De hecho, hace que estas máquinas infernales compitan la una con la otra para ofrecer las tentaciones más atrayentes de destrucción.

Solemos enamorarnos a tal grado de estas creaciones del pecado, que las estrechamos contra nosotros mismos y así comprimimos el disparador invisible que hace volar las entrañas de nuestro éxito.

Judas cayó en la trampa que tuvo por anzuelo treinta piezas de plata. Demas, uno de los compañeros de Pablo en la misión, también fue derrumbado innecesariamente de su alto lugar. El Apóstol dijo de él: “Me ha desamparado, amando este mundo.” (Véase 2 Timoteo 4:10) Pilato cayó en las redes de su propia ignorancia. Le preguntó a Jesús: “¿Qué es la verdad?” (Juan 18:38), y entonces, sin esperar la respuesta, salió del cuarto. El hijo pródigo se apartó de su familia para ir a un lugar donde podía ser un bobo prodigioso. Solamente unos “pocos” pueden atravesar el territorio lleno de barrenos de Satanás para alcanzar el reino celestial.

Uno de los aspectos de esta situación que más desanima, es que nunca parecemos aprender debidamente de la experiencia. Todavía tenemos que palpar lo recién pintado, por decir así, y poner la mano sobre la estufa candente para ver si verdaderamente está candente. Aún podemos entrampar a un ratón grande con un pedazo pequeño de queso. En la misma forma, más o menos, los más palpables “cazabobos” del pecado están causando grandes destrozos.

Estos artificios de Satanás son de todo diseño imaginable, y hay gran abundancia de ellos. De hecho, hallamos casi la misma cantidad de trampas que de bobos. Todos recordamos la trampa en que cayó Esaú. Una noche le dio hambre y vendió su primogenitura por una olla de potaje. Esta idea particular ha sido tan eficaz que Satanás la ha empleado una vez tras otra. Esaú fue engañado porque la bomba se hallaba oculta detrás de la antigua “falsa perspectiva” que causa que todas las cosas cercanas parezcan grandes e importantes, y todo lo que está en la distancia, pequeño y sin importancia.

Es decir, si fijamos la vista en una fila muy larga de postes de teléfono, cada uno parece disminuir en tamaño, al aumentar la distancia, hasta que por último, el que está en el horizonte da la apariencia de ser del tamaño de una cabeza de alfiler.

Parece ser cierto; nuestros ojos nos dicen que es cierto… y sin embargo no es verdad. Podemos demostrarnos a nosotros mismos esta falsa perspectiva en diversas maneras. Por ejemplo, si acercamos una moneda de 10 centavos a nuestros ojos la estrella más grande que se encuentra a millones de kilómetros de distancia; una moneda más grande ocultará el sol. Esto no significa que el peso sea más grande que el sol, sino únicamente que lo tenemos más cerca de los ojos.

Es muy fácil descubrir esta decepción en lo que concierne a la distancia; pero no es tan fácil ver el mismo engaño en lo que toca al tiempo. Preguntemos a un niño pequeño si prefiere una moneda de diez centavos hoy o una moneda de un peso al día siguiente.

La olla de potaje le pareció más importante a Esaú en ese momento, que la estimada primogenitura en los años futuros. No pudo evaluar correctamente las cosas que no estaban al alcance de su vista.

Sin embargo, ¿cuántos de nosotros cometemos errores iguales? Todos los días permutamos algún éxito y felicidad por una olla de potaje que apetecemos hoy.

Alguien ha dicho: “El cielo está bien; lo que pasa es que está muy lejos.” Muchos venden su salud y dinero por la ilusión que ofrece el licor. Algunos están dispuestos a padecer una muerte cancerosa en lo futuro a cambio de su ración diaria de nicotina en la actualidad. Muchas personas se endeudan innecesariamente, si no les exigen los pagos enseguida. Hacemos muchas otras cosas malas simplemente porque no se nos castiga en el acto. El noviazgo, y aun el matrimonio tampoco están libres de trampas. La incitación de lo presente tiene un atractivo tan grande, que si no estamos atentos y firmes, la vida misma puede estallar en nuestra cara.

Con frecuencia puede inducírsenos a cambiar aun nuestras mansiones en los cielos, si Satanás ceba la trampa con un poco de nuestro queso favorito en la actualidad.

También nosotros podemos perder nuestra primogenitura si no tomamos en consideración esta falsa perspectiva. Aun cuando nuestra vista física sea perfecta, todavía caeremos con los ojos abiertos en las trampas más evidentes, si sobre el castigo ay un letrero que dice “postergado”.

Aun el ser consignados al infierno no es cosa tan grave para algunos, si es que no tienen que ir allí enseguida.

El Fausto de Goethe, cayó en una trampa peor que la de Esaú. Este vendió su primogenitura por una olla de potaje; Fausto vendió su alma por una promesa de veinticuatro años de placeres. Quizá nos parezca que mi aun el bobo puede llegar a tal insensatez; pero debemos recordar que en estos “cazabobos”, el peligro no siempre está a la vista. La razón por la cual es tan popular este pecado destructivo de la demora es que la bomba yace oculta en la distancia, es decir, uno meramente aplaza la acción lo suficiente para disminuir el tamaño de su importancia al grado de cesar de espantarnos. El deber que tenemos que cumplir hoy suele parecernos tan grande, que nos domina; sin embargo, dejémoslo para “mañana”, y hasta tiene la apariencia de haberse resuelto. ¡Qué día tan importante va a ser “mañana”! Es cuando vamos a llevar a cabo todas las cosas que hemos prometido hacer hoy. El que demora es un bobo; el perezoso es un bobo; el que no ve más de lo que tiene por delante es un bobo; y tarde o temprano una de estas bombas estallará en sus órganos vitales.

El que deliberadamente entra en una de estas trampas es un bobo, al igual que el que juega continuamente con ellas. Aunque no se pueda ver el fulminante, es sumamente peligroso jugar con estas trampas. También lo es el coquetear con malos hábitos, aun cuando son pequeños. Las cosas que son pequeñas hoy tienen la costumbre de llegar a ser grandes mañana. Sobre todo, basta con un pequeño mal hábito o mala actitud para conducirnos al terreno que el enemigo ha minado. Entonces, cuando estemos en el sitio más vulnerable, se hace estallar la carga y nuestro éxito puede ser hecho pedazos y nuestras esperanzas se desvanecen con el humo. No importa que sea pequeña la bomba que esté oculta detrás del mal hábito, todavía tiene suficiente fuerza para destrozar nuestra vista y arruinar nuestro criterio. La granada de mano es pequeña: pero más vale no tenerla cerca de uno cuando hace explosión.

Hace algún tiempo, un hombre expresó que deseaba ser más activo en la Iglesia. Parecía tener la facultad de ser una persona muy capaz. Al principio yo no podía entender por qué no se le había llamado para ser Obispo o Presidente de estaca; pero en una ocasión que lo visité, supe que algunos años atrás había caído en la trampa de la bebida, la cual había estallado en un accidente automovilístico bastante serio que destrozó una vida. Había adquirido el hábito de pensar mal, y esto la había conducido al terreno minado de la inmoralidad. Había habido una “explosión conyugal” que afectó a cinco menores de edad. Los gastos y angustias consiguientes derrumbaron su posición económica, y su vida entera fue reducida a escombros. Sin embargo, siempre había tenido la intención de hacer lo bueno; realmente quería hacer lo correcto. Pero no era muy prudente y continuamente estaba cayendo en la trampa.

Si uno pudiera pintar un cuadro físico de la espiritualidad de este hombre, quizá se podría representar con los brazos mutilados, sin ojos, las piernas hechas pedazos y lo que quedaba, tan lleno de cicatrices que casi no tendría valor. Su deseo actual de empezar de nuevo era muy loable, pero ¿cómo esperar lograr el éxito? Tiene las desventajas del que busca un empleo que pague bien, pero que se halla tan mutilado que resultaría contraproducente ocuparlo.

El desánimo es una de las trampas más eficaces de Satanás. Cuando permitimos que nuestros caprichos se propasen, no tardan en estallar en nuestra cara. Mengua nuestra industria o viene un decaimiento mental o espiritual, y a menudo no podemos sobreponernos. Satanás entrampa a mucha gente porque no sabe cómo conducirse cuando ocurre esta “marea baja” en sus vidas.

Con frecuencia los bobos se reúnen y se destruyen unos a otros, combinando su manera destructiva de pensar y su mal ejemplo. No hay cosa tan común como grupos pequeños de personas que continuamente se incitan unos a otros a travesear con la maldad y jugar con el fracaso. Por ejemplo, todos saben que no es bueno fumar. El Señor ha aconsejado que no se haga. Es costoso, es perjudicial y difícil de abandonarlo. Sin embargo, con los ojos bien abiertos, los miembros de un grupo se incitan el uno al otro a usarlo, hasta que un hábito que destruye el alma estalla en su cara. El vicio de beber es el queso con que el diablo ceba sus trampas para cazar bobos en grupos. La mejor manera de evitar ser destrozado por una de estas trampas es no tocarla. La mejor manera de evitar ser un borracho es no aceptar la primera copa.

Sólo hay dos clases de alcohólicos: los que pararían si quisieran, y los que pararían si pudieran. El que bebe no está sino ensayando para ser un fracaso.
¿Qué opinión tendríamos de un jugador de básquet que se pusiera a ensayar a no encestar la pelota? ¿o un vendedor que pasara su tiempo poniendo cuanto estorbo pudiera a sus ventas futuras? ¿Y qué opinaríamos de un hijo de Dios que continuamente estuviese jugando con las cosas que lo conducen al territorio de la destrucción eterna? ¿o qué pensaríamos de un líder que se echara sobre la espalda esas actitudes y hábitos que lo harían fracasar?

Si fuésemos jugadores del deporte más popular de nuestro país, nuestros “errores” se publicarían diariamente en los periódicos para que todos los vieran. Pero el juicio final quizá sea la primera vez en que algunos de nosotros veamos la cuenta completa de nuestros errores. Debemos vigilarnos a nosotros mismos y publicar nuestra propia anotación de “goles y errores”. Así, por lo menos, estaremos informados de estas cosas.

Los dones más valiosos de la vida no consisten en lo que podemos obtener de ella, sino más bien en lo que podemos llegar a ser por causa de ella. Cesaremos de ser mutilados por estas trampas “cazabobos” únicamente cuando dejemos de levantarlas para ver si estallarán. No nos dejemos engañar creyendo que nuestros malos hábitos son pequeños. Se desarrollarán rápidamente si seguimos nutriéndolos. Podemos estar seguros de una cosa: no importa que haya sido Satanás, nuestro fracaso o nosotros mismos los que hayamos cebado las trampas, todas estallarán algún día con el mismo efecto mortífero. Entonces descubriremos que no nos quedan más que dos cosas a cambio de todo nuestro afán: el “premio” del bobo, y un bobo.